VÉRTIGO

Iyoké es muy pequeño

Nathalie Diertelé

“¡A Iyoké le gustaría tan alto ser como su amiga

 la jirafa, que ve por encima de las nubes!”.

Nathalie Diertelé, Iyoké es muy pequeño

En algún lugar del universo conocido hay una galaxia: Andrómeda; en Andrómeda, el Sistema Solar; dos planetas después del Sol está la Tierra; en ella, América; en América, Colombia; en Colombia, Bogotá; en Bogotá, se encuentra la sede oficial de la Feria Internacional del Libro desde hace veintitantos años; allí está el pabellón infantil; en el primer piso de ese pabellón, al fondo, un stand muuuuy grande; allí, una mesa; en la mesa, una niña que por la mañana peinó su cabello con media trenza de medio lado, y ahora está coloreando un dinosaurio con una crayola verde, mientras escucha el cuento que su amiga lee para todos.

“Ahora ya sabemos porque a Clara le va tan bien vendiendo libros para bebés”, dice la jefe de Clara con un gesto indescifrable, cuando ve que ella está coloreando con su peinado de bebé. Unos días después, la bebé despierta con gripa, al final de la tarde tiene mareo y por la noche le diagnostican vértigo, debido a la inflamación del oído interno. Con voz de niñita perdida e intentando ignorar su incapacidad para contener el llanto, le notifica a su jefe que debe renunciar, ya no podrá vender libros para bebés en ese encantador trabajo temporal.

Con un poco de mareo, Clara opta por escribir esta no-reseña, porque la inactividad forzada le causa más nauseas que el computador. Tal vez, ese mareo es por crecer y encogerse tan rápido y tantas veces; no como Alicia la del país de las maravillas, sino como Iyoké. Él no es muy pequeño, es tan pequeño como cualquier niño de su edad; pero, también como cualquier niño de su edad y como Clara, por supuesto, no está conforme con la cantidad de centímetros que suman su cuerpo, prefiere tener estatura de jirafa o las fauces del tamaño de un león.

Ella mide 1.53, siempre fue la primera de la fila y siente un poco de decepción cuando puede mirar a alguien por encima del hombro. No quiere ser alta como una jirafa pero sí la más bajita, la más pequeñita, la más bebé; pese a que en su cara, así no quiera aceptarlo, se nota su cuarto de siglo y no sus quince primaveras, como a veces intenta parecer.

El vértigo y la sensación de caerse al suelo la obligan a caminar como su abuelita, asida con fuerza al brazo de quien la cuida, mientras con la otra mano sostiene un bastón a unos cuantos centímetros del suelo. Así es, esta mujer se marea para ser una anciana, poder descansar sin remordimientos, como una anciana, y abandonar un trabajo de dos semanas en el décimo día. Al parecer, a Clara le cuesta mucho terminar lo que empieza, empezar pocas cosas o empezar algo sin ser la excepción de la regla. Por eso dilata los finales, los hace estruendosos y con llanto. Alguien debería aconsejarle a Clara que no empiece las cosas si le da tanto miedo terminarlas; alguien debería decirle a Iyoké que sólo es excepcionalmente pequeño cuando se compara con un águila, sobre todo si el lector levanta las solapas.

16 de mayo

¿QUIERE SER MI HÉROE?

¿Yo y mi gato?

Satoshi Kitamura

“‘Qué extraño’,

pensé, atuzándome los bigotes.

¿Bigotes!”.

Satoshi Kitamura, ¿Yo y mi gato?

 

Es tiempo de cambios, como todos los días. Sin embargo, aunque mi vida cotidiana es bastante laxa, parece conspirar para que no ocurra el gran cambio que debe suceder a más tardar el 31 de agosto.

¿Será que estoy haciendo algo para tener un gran problema el último día de este mes? Podría quedar de patitas en la calle, literalmente, si no hago nada al respecto. Pero eso parece no estar entre mis prioridades. Evasión, es la palabra que se me ocurre para explicar este fenómeno; pero como mi tema favorito no es resaltar mis defectos, voy a recurrir a Nicolás y Leonardo, los dos evasores de esta historia, para escribir sobre esto sin que usted deje de creer en mi evidente perfección.

No me he atuzado los bigotes, por eso no me he dado cuenta que ya se va a vencer mi contrato y que no he hecho nada de lo que tengo que hacer para trastearme, que entre otras cosas había planeado adelantar hoy, pero como ve… estoy escribiendo esta no-reseña. Por eso, insisto, hablemos de Nicolás y su gato Leonardo, quienes se despiertan una mañana víctimas de un cambio, casi como en La metamorfosis, para los kafkianos; o como Freaky Friday, para los que preferimos a Lindsay Lohan; mejor dicho… el asunto es que es un día de grandes cambios para Leonardo y su gato Nicolás. Sí, usted leyó bien y yo no me equivoqué, ahora el gato es Nicolás, todo porque una señora de sombrero puntiagudo “tenía la dirección equivocada”.

Volvamos a mí. ¿Usted quién cree que será esa señora de sombrero puntiagudo que tenía la dirección equivocada y me impide darle prioridad a mis prioridades? No es una pregunta retórica… por favor dígamelo: escriba un cometario a esta entrada del blog, mándeme un correo (claragiraldomejia@gmail.com), escríbame en Facebook (http://www.facebook.com/clarainesgiraldomejia) o, si es muy conciso, resuma su respuesta en ciento cuarenta caracteres para @claragm en Twitter.

¿Quiere ser mi héroe? Ayúdeme con esto. Estoy segura que sus respuestas de adulto responsable me harán llamar al pintor, reunir los recibos de servicios públicos y el paz y salvo, firmar los papeles del banco, pedir que me arreglen el calentador, programar el aseo de los dos apartamentos, citar al pintor, empacar y conseguir un camión para el trasteo… ¡en una semana! (¡Aaaaaaaaaaaaaaaahhhh!); en lugar de pasarme los días durmiendo, comiendo y jugando como si yo fuera un gato.

Pero si va a hacerlo, hágalo de verdad, no me salga con las soluciones con babitas que se le ocurren a la mamá de Nicolás o al doctor Cable. Ya lo intenté y ¡no sirven!, de verdad. Así que mientras usted se encarga de esto, yo me iré a recoger mi nuevo disfraz de coneja. Gracias.

23 de agosto

CUÁNDO PARAR

Dos pajaritos

Dipacho

“Había una vez dos pajaritos…”.

Dipacho, Dos pajaritos

Lo único organizado en mi vida es mi horario. Tengo una lista de asuntos pendientes diseñada para hacer primero lo urgente, luego lo importante y después todo lo demás. También está dividida en tres categorías: “me gusta”, “me toca” y “me interesa”. Buscar trabajo está en la tercera, pero no es urgente ni importante, salvo si es para hacerlo  algunas entidades en las que realmente estoy muy (muy) interesada porque me encanta lo que hacen, porque me serviría aprender de ellos para mi vida profesional o sencillamente porque me sentiría absolutamente feliz haciéndolo.

Pensando de esta manera, envié un par de correos electrónicos y conseguí el trabajo perfecto para mí: debía ir sólo tres días al mes a hacer exactamente lo que desde hace mucho había querido hacer: corregir textos de una revista cultural de la cual estoy enamorada desde que soy suscriptora hace algunos años; para colmo, me pagaron muy bien. Como dije, perfecto para mí, aunque no me hayan vuelto a llamar.

Conozco a alguien que también tiene un trabajo perfecto para ella, bien remunerado, con muchisisísimas responsabilidades, con hora de entrada pero sin hora de salida y un solo día de descanso a la semana, excepto en temporada alta, cuando el negocio más se mueve. Como dije, perfecto para ella. Por eso, cuando le conté de mi nuevo trabajo me dijo: “¡Perfecto para usted!, Enana. Ahora sólo falta que se consiga otros tres o cuatro como esos, y ya”. ¿Tres o cuatro como esos? ¿Entonces cuándo tendría tiempo para escribir mis no-reseñas y gastarme mis ingresos en todas las frivolidades que me hacen más feliz que trabajar? Tres o cuatro trabajos como ese convertirían mi trabajo perfecto en un montón de noches sin dormir y un considerable incremento en el saldo de mi cuenta de ahorros que nunca podría gastar.

Parece que los dos pajaritos de Dos pajaritos sí siguieron el consejo. Invirtieron todas las páginas del libro en recolectar toda suerte de chécheres que creyeron que, algún día, si hay tiempo, podrían usar. Lo triste no es lo que pasa con los pajaritos al final, sino todo lo demás. Ambos vuelan incansablemente para obtener objetos de uso cotidiano, pero Dipacho nunca los muestra usándolos. ¿Será que el uso de sus preciadas adquisiciones está implícito, y por eso no lo incluyó? Sinceramente, me inclino por otra opción: los pobres pajaritos ―compradores compulsivos o adictos al trabajo, como usted quiera interpretarlo― nunca estrenan sus cositas porque están volando o están demasiado cansados de volar como para disfrutarlas.

No me malinterprete, yo también adoro comprar, y soy una profesional acumulando cosas. Sin embargo, esos pajaritos y yo nos diferenciamos en dos cosas: 1) yo prefiero pagar por servicios que por bienes, no ocupan espacio, no requieren mantenimiento y se convierten en una experiencia que luego le puedo contar; y 2) yo sí tengo que pagar por todos mis antojos, así que Visa siempre me informa cuándo debo parar.

9 de mayo

LA PRINCESA DEL CUENTO

Saltarines

Olga Cuéllar

 

“Con mis pies, pies, pies, salto yo”.

Olga Cuéllar, Saltarines

 

 Nunca aprendí a saltar lazo. Hacer pasar esa cuerda por el suelo mientras, en perfecta sincronía, yo me elevaba en el aire me parecía (y me parece) prácticamente imposible. Ni hablar del siguiente nivel: el lazo es tan largo que otras manos baten la cuerda para que ¡saltemos todos al tiempo!

Pedirle eso a un ser humano es una abominación; sin embargo, Olga Cuéllar se regodea en sus dibujos e incluye primero a un andrógino con sombrero, luego a una cabra, un conejo, un mico y un animal rosado que no logro identificar, y así pretende enseñarnos a contar sin decir una palabra.

Gracias, Olga, yo sí aprendí a contar, tal vez cuento demasiado y por eso proclamo que mi vida privada es pública, por lo tanto le voy a contar algo que tiene que ver con cuerdas y, más exactamente con ser saltarina, asumo que es lo que usted querría.

BDSM es una sigla que, como todos saben, significa: Blancanieves Desea Sentir Más. ¿No sabía? Por supuesto, es que eso es lo que significa para mí. Entonces, teniendo en cuenta esta definición deliciosamente naíf, dejé de ser manzana y ahora vuelvo a ser la princesa del cuento, de este nuevo cuento que metafóricamente me engancha, me amarra y, literalmente le permite a usted besar mis pies. Sí, a usted, que está leyendo y a usted, que escarba con su lengua el espacio entre mis dedos, mientras estoy escribiendo esta no-reseña.

El andrógino con sombrero, la cabra, el conejo, el mico y el animal rosado (que según quien ahora muerde mi empeine es un perro, o una buena perra digo yo, para usar un lenguaje más cercano a la escena) todos ellos encontraron su cuento, y la pasaron delicioso porque antes de empezar a saltar, tal parece que los cinco llegaron a un acuerdo y todas sus prácticas con la cuerda son Sensatas, Seguras y Consensuadas.

¿Notó que dije “tal parece”? Es porque Olga Cuéllar, como buena saltarina, prefirió la acción, en otras palabras, omitió los diálogos, entonces no puedo asegurar que los involucrados sostuvieran esa conversación, de pronto sí porque eso es lo que dicen sus caras satisfechas y enredadas en la cuerda; de pronto no, porque (no se me ocurre ninguna razón); de pronto sí, porque después de tan acalorada sesión todos se retiraron del dibujo cantando (yo también lo haría así si a Olga Cuéllar no se le hubiese olvidado dibujarme), para volver a sus vidas cotidianas, olvidarse de los nudos, las cuerdas y los saltos, en el caso de ellos y, en el mío, asumir que por unos días nadie adorará mis pies.

Para contrarrestar semejante vacío que ahora representa volver a la realidad en la que no es normal ser una princesa caprichosa de veintisiete años, los cinco animalitos y yo tendremos que refugiarnos en placeres más sencillos y socialmente aceptados: ir a cine, comprar zapatos o simplemente comer un helado… de vainilla, por favor.

13 de agosto